La baraja española todavía retiene, aunque diluida, la iconografía medieval de su antiguo uso adivinatorio. Oros, copas, bastos, espadas, sotas, caballos y reyes contienen un valor exacto acorde con las reglas de los juegos de cartas. El valor se transforma en significado cuando las mismas cartas de juego son evaluadas siguiendo un código diferente: el sistema de adivinación del tarot.
La posición de cada una de las cartas en relación con las demás condiciona el carácter arcaico que representa y su interacción con las otras veintidós cartas que forman «la mano». Quien lee las cartas traduce imagen en significado, y el que consulta traslada dicho significado al mundo físico al ponerle la cara y el nombre de una persona significante.
Muchas veces, antes de mi séptimo cumpleaños, me sentaba frente a mi madre atento a las cartas que barajaba y colocaba en filas sobre el mantel. Siempre veintidós. Supe lo que las cartas decían antes de poder leer cualquier otro texto: contaban cuentos sobre malos vecinos, traiciones, militares, dinero, amor, viajes…
En un solitario, el lector y el que consulta son la misma persona, y tardé muchísimos años en darme cuenta de que esa coincidencia puede llegar a ser una gran desventaja.
La serie «Solitario español» es «una mano»: consta de veintidós cuadros que en su conjunto narran un acontecimiento ocurrido en mi hogar antes de mi séptimo cumpleaños.
Cinco de los cuadros de esta serie fueron adquiridos durante la exposición «Solitario español» en la Galería Moriarti, en Madrid, en 1994, por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.