Hay un lugar en todas las ciudades que siempre es el mismo, aunque a veces existan diferencias sustanciales. Idénticas lápidas en formación militar contrastan con las del cementerio judío de Praga, donde parecen amontonadas en un desorden orgánico. En Génova, el esplendor romántico de la muerte sensualiza el lugar final de la pena y el silencio. Pero a pesar de estas diferencias superficiales, todos los cementerios son uno y el mismo.
El estatuario fúnebre en boga entre la burguesía del siglo xix coincidió con la invención de la cámara fotográfica en 1839. Su génesis tecnológica es la oscuridad y la luz, una metáfora que apunta a la naturaleza y el significado de la fotografía como un arte elegíaco por excelencia. Toda foto es recordatorio de una realidad a la que desearíamos negar su inexorable final. Transparencia y opacidad, presente y pasado a la vez, fotografía y muerte se asocian en una equivalencia más allá del espejo y más cercana al espejismo de una familiaridad remota.
Uno de los primeros usos de la fotografía fue suplantar el molde facial del difunto obtenido en su lecho de muerte a través de un proceso de vaciado de cera, cuyo resultado positivo es la última imagen en forma de máscara, el «último retrato».
El retrato fotográfico rápidamente tomaría el lugar de esta máscara y el de la escultura que representaba no solamente al fallecido, sino también, para hacerle compañía, a sus familiares. Si toda fotografía alarga la vida embalsamando su apariencia, aquí, en la Ciudad de Mármol, encuentra su exacto y más apropiado lugar.
Aquí, como afuera, entre los vivos, identifica un haber sido.
Esta serie fotográfica, «La Ciudad de Mármol», tuvo un abandonado comienzo en los años sesenta en París. Al tomar las primeras fotos en el cementerio Père Lachaise , no me sentí todavía preparado para tratar el tema. Cuarenta años más tarde, la ventana de un hotel en Buenos Aires con vistas al cementerio La Recoleta me ofreció la oportunidad de reconsiderarlo.