Siempre me ha resultado algo molesto fotografiar a las personas. Por lo general, me es tan incómodo como para quienes se esfuerzan en mantener una naturalidad en un momento particularmente artificioso.
Fue en Atlanta, en la primavera de 1969, cuando tomé la primera fotografía de Judith durmiendo. Habíamos acabado nuestra primera y, si mal no recuerdo, única merienda al aire libre y ella se había adormecido. Ese momento fue el comienzo de una serie fotográfica que duraría hasta el día de hoy. En aquel entonces no era consciente de la implicación simbólica del sueño como sujeto. No pensaba en el romanticismo y su apreciación del sueño como puerta a sus encantos. Tampoco consideré su popular relación con la muerte. Veo el dormir como un flash de autenticidad, una realidad que sólo el durmiente puede vivir, un momento paradójico de ser y no ser. En estas imágenes de Judith durmiendo veo las condiciones de transparencia y opacidad inherentes en toda fotografía.
A pesar de ser consciente de lo mágico en el cuento de la Bella Durmiente, y Judith era bella y estaba durmiendo, no fue eso lo que me empujó a tomar aquella primera foto de la serie. Más bien fue la primera vez que fui consciente de querer fotografiar más que una superficie.
Quizá el impulso de fotografiar a Judith durmiendo surgió porque vi en ella la feliz combinación de presencia y ausencia, un silencio y tranquilidad en contraste con mis propios sueños, frecuentemente disturbados por pesadillas.
Si la Bella Durmiente se despertó por el beso de su príncipe, a veces Judith se despertaba por el indiscreto ruido del clic de la cámara. Nunca se me ocurrió, en los años en que fotografié a Judith durmiendo, preguntarle qué estaba soñando.