La primera vez que miré a una pared con atención mi vista estaba fijada en un espacio muy limitado. Había sido posicionado a unos treinta centímetros de ella y eso era todo lo que yo podía asimilar. De haber sido colocado dos o tres metros más lejos de la pared, mi percepción de ella hubiera sido diferente, la diferencia entre mirarla y mirar into it. Pero no podía cambiar la perspectiva, ya que estaba castigado a permanecer a esa corta distancia cara a la pared durante una tarde entera.
«Cara a la pared» era un castigo común para los niños. La razón del mío había sido tratar de escalar el muro del patio y escapar en busca de un hogar que ya no lo era. Tenía siete años y aquél era mi primer día en un hospicio de la España franquista. El tiempo que pasé mirando aquella pared a tan corta distancia se transformó en un confinamiento al aire libre, un grado de encarcelamiento interno. Podía oír a los otros niños jugando a mi espalda, libres. Uno podía cerrar los ojos, si no tenía miedo de la oscuridad, o mirar la pared. Recuerdo haber visto nubes, cavernas, espadas, copas, a la policía y a mi madre, con su cara tan cerca de la mía que podía sentir su aliento. Todas las imágenes, dada la limitada superficie de escudriño, se metamorfoseaban unas en otras. Cuando el castigo fue levantado, ya había dejado de serlo. Todos llevamos nuestro propio muro de las lamentaciones a cuestas.
Comencé la serie fotográfica de las paredes en los años setenta en la parte baja del este de Manhattan. La luz, las cicatrizadas paredes grises de este barrio y su peculiar tristeza tenían la familiaridad de aquel antiguo hospicio.
Las más recientes fotografías de esta serie, «Paredes», comenzó en 2004 en Barcelona. No fotografiaba las paredes, sino los cuadros que vi en ellas.
Esta serie consta de cincuenta imágenes. La edición es de doce por cada imagen. El promedio de medida es de 50 por 70 centímetros.